23 ene 2013


Velas de Adviento (1a parte)

Este es un cuento que escribí hace un año y que quiero compartir con vosotros. Por la extensión que tiene lo he dividido en tres partes.
Espero que os guste.




Sonrió a la azafata con desgana, mientras ésta hacía un leve movimiento de cabeza agradeciendo a todos los pasajeros haber volado en aquella compañía y deseándoles felices fiestas. Era una expresión gastada hasta la saciedad por todos en aquellas fechas a la que ella respondía, en el mejor de los casos, esbozando una sonrisa que ocultaba su verdadero pensamiento. Y nunca contestaba aquello de “igualmente”. Aquellas fiestas no eran felices para ella. Le recordaban lo solas que pueden sentirse las personas, aún estando rodeadas de gente. El avión la había dejado en aquella ciudad a la que ahora tenía que enfrentarse. Su equipaje era ligero y había sido una de las primeras en salir. La puerta que se abrió ante ella, después de recorrer el pasillo que la condujo hasta la salida, la sobresaltó. Mientras tantas y tantas familias recibían a sus seres queridos llenos de una alegría que se traducía y abrazos y besos sonoros, sintió como un escalofrío recorría todo su cuerpo. A ella no la esperaba nadie.
Había tomado un taxi que la había trasladado hasta el hotel, adornado con los típicos motivos navideños, repleto de luces que discretamente se encendían e iban tomando intensidad, provocando una cadencia que se repetía una y otra vez hasta que volvían a apagarse. El hilo musical, que se percibía discreto, rememoraba las canciones típicas de aquellos días. Recordó los años en los que ella, junto a su familia, había participado con sus hermanos mayores, llena de ilusión, en la puesta a punto de la casa con motivo de las fechas que se avecinaban: la Navidad. Entre todos preparaban la típica corona de adviento que iba indicando cuántos días faltaban para encontrar el gran árbol de Navidad repleto de regalos en su falda. A ella le dejaban encender la vela correspondiente a cada domingo, hasta el cuarto. El recuerdo de aquellos calendarios llenos de chocolatinas que religiosamente se iban abriendo respetando el orden de los días, la hicieron salivar extrañamente. Era la primera vez que le pasaba desde entonces. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo y no pudo evitar sentir un atisbo de añoranza.  Dejó su maleta en el suelo y se dispuso a abrir su bolso para mostrar su reserva en la recepción.  De ésta salió un hombre que la observó muy fijamente durante unos instantes. Sus miradas se cruzaron. Él vio ante sí a una mujer elegante, alta, con una melena castaña y lisa que caía por encima del cuello de su abrigo. Debajo de aquel abrigo acolchado se intuía un cuerpo delgado, a juzgar por la forma de su cara y de los dedos de sus manos. Mantenía una apariencia segura, aunque sus ojos claros, maquillados levemente, no podían disimular una ráfaga de tristeza. Debía de estar cansada. Eso fue lo primero que pensó. Ella también lo observó a él. Era alto, de complexión mediana. Tenía la piel bronceada, unos ojos negros penetrantes y el cabello ligeramente ondulado. Su rostro era agradable, más bien atractivo, pensó. Le sonreía mientras no dejaba de mirarla. Se sintió incómoda y por un instante imaginó ver en él algún parecido con alguien. Pero era absurdo, allí ya no la conocían, y aunque eso fuera así, dudaba que alguien pudiera saber quien era después de tantos años. Volvía a la ciudad que la vio nacer y en la que había vivido los mejores y los peores años de su vida. Allí no quedaba nadie. Solo los recuerdos que la habían arrastrado, inexplicablemente, a volver.
El hombre decidió poner fin al silencio y le preguntó, muy amablemente, sin perder ni un solo momento aquella sonrisa tan particular:
-          Buenas noches.
-          Buenas noches -  respondió ella sin mostrar demasiado entusiasmo.
-          ¿Me permite su documentación?
-          Sí, tome – dijo alargándosela.
Mientras él hacía las comprobaciones oportunas ella se giró echando un vistazo a su alrededor. La recepción estaba desierta, pero desde algún sitio no muy lejano se podía percibir el murmullo de personas que hablaban y reían. Mientras, la cara del recepcionista se iba transformando por momentos. Su mano empezó a temblar mientras anotaba todos los datos en la hoja de llegadas. Carraspeó tratando de ahuyentar sus propios nervios y cuando le devolvió el pasaporte lo hizo fijando la vista nuevamente en ella, para asegurarse de lo que acababa de leer. Ella guardó el documento y se sintió nuevamente observada. Aquel hombre transmitía una sensación extraña. No lo conocía de nada, pero…
El recepcionista se dio cuenta del interés de ella en saber de dónde venían aquellas risas y aquella música. Se apresuró a darle la información con la única intención de retenerla frente a él aunque sólo fuera por unos instantes.
-          Son nuestros huéspedes. En unos momentos se dispondrán a cenar y aprovechan el rato de antes para tomar unas copas. Estamos en Navidad - dijo en un tono amable obviando algo que todo el mundo sabía. ¿Se quedará usted a cenar aquí?
-          ¿Cómo? – preguntó ella sobresaltada.
-          Es por la reserva. Ya no se admiten más, pero si viene usted sola podemos hacer una excepción.
-          No, no se preocupe, gracias, - contestó ella- , esto…sí, he quedado para cenar con unos amigos – mintió.
-          De acuerdo. En ese caso que tenga una feliz nochebuena. Recuerde que a las doce hacen la misa del gallo. Aquí cerca hay una parroquia muy concurrida en esta noche porque acude a ella uno de los coros más populares de la región.

Ella pensó que su voz sonaba en un casi perfecto castellano, si no fuera porque pronunciaba las vocales de una forma muy intensa y sus erres contenían un resquicio de guturalidad. Pero era perfecto, y era de agradecer. Aunque nunca había perdido su interés por el idioma ya no lo practicaba casi nunca. Sabía que jamás podría llegar a hablar un alemán perfecto y eso le daba rabia, aunque estaba segura de que como todo lo que alguna vez ha sucedido, en algún lugar de su cabeza guardaba todas las palabras que alguna vez había usado, dispuestas a salir en su orden.
Hacía muchos años que había dejado de celebrar la Navidad y solía evitar las comidas y cenas a las que era invitada insistentemente por la mayoría de sus amigos. Ya la conocían y sabían que siempre se negaba. Aquellos días, casi como una obligación que ella misma se imponía, buscaba refugio en algún lugar del planeta en el que no se celebrara esa fiesta, aunque esta vez había sido distinto. Había decidido volver, sin un objetivo fijo, movida por un impulso que la había hecho comprar un billete en el último momento y sin la seguridad de poder hospedarse en un lugar adecuado. Y allí estaba, sola en una ciudad que aunque reconocía ya no era la de antes y en la que pasear por la calle en esas fechas representaba un acto de atrevimiento. El frío calaba los huesos, y cada exhalación de aire estaba irremisiblemente acompañada de una pequeña oleada de humo blanco que recordaba que allí hacía mucho frío. Nunca había logrado entender cómo aquella gente era capaz de comer a la intemperie, de pie, solos o en familia, charlando animadamente mientras los termómetros marcaban temperaturas bajo cero, pero entonces recordó que la mayoría de las veces se ayudaban de aquellos pequeños “schnaps” que acompañaban sus comidas típicas y sus tan célebres y generosas cervezas.
-          Ya, gracias. Ya le digo, estaré cenando en casa de unos amigos. No creo que pueda asistir, pero gracias de nuevo. Bueno, quizás alguna otra noche…
Ambos permanecieron callados nuevamente.
Aquellas palabras pronunciadas por Virginia le sonaron a Hans a música celestial. Al principio no había recordado su cara, porque no era la misma. Ambos habían cambiado bastante desde entonces. Él más que ella, a juzgar por el anonimato que le estaba brindando las muchas horas de gimnasio durante los últimos años en los que había logrado, además de ocupar el poco tiempo libre que le quedaba, un cuerpo bastante más fibrado que el que tenía cuando era un adolescente. No había recordado su cuerpo, que apenas había podido acariciar en algunos instantes robados en los que habían podido demostrarse todo su amor. Un amor adolescente lleno de imperfecciones, impulsos, prisas y contradicciones que ambos trataban de encajar como tantos otros jóvenes de su edad. La memoria de sus labios, de sus ligeras curvas y de sus pasos al caminar había quedado gravada a fuego en su recuerdo, pero siempre pensó que ya no volvería. Y trató de conformarse. Nadie supo nada más de ellos el día que se marcharon. Durante algunos años había querido olvidar su nombre, pero al verlo escrito en aquel papel, una ráfaga del pasado inundó su cerebro, que rápidamente se puso a buscar en sus recuerdos, los de aquella chica de la que siempre había estado enamorado, que había desaparecido con su familia, de la noche a la mañana, dejándolo sin respuestas y sin consuelo para aquel vacío que sintió durante mucho tiempo. Salió de sus pensamientos cuando ella volvió a dirigirse a él:
-          Eh…, pues no sé. Imagino que será muy bonita, como usted dice, pero no creo que llegue a tiempo.
-          ¿Cómo?
-          La misa del gallo. ¿No era lo que me estaba recomendando hace uno momento?
-          A sí, perdone. Aquí tiene – contestó él dándole la tarjeta de su habitación mientras sentía como un calor ascendiente inundaba toda su cara.
Ella percibió en aquel sonrojo un atisbo del pasado, pero negó con su cabeza y se limitó a sonreír a aquel hombre que tan solo hacía unos minutos se había mostrado seguro detrás de aquel mostrador y en aquel instante parecía como caído desde una gran altura.
-          Gracias – se limitó a decir.
-          ¿Desayunará usted en el Hotel?- preguntó Hans reponiéndose del lapsus.
-          Ah sí, gracias.
-          El desayuno se sirve desde las siete de la mañana hasta las diez. Normalmente es hasta las nueve pero teniendo en cuenta las fechas…
-          Entiendo. Muy bien.
-          Tomo nota entonces. Es aquella puerta de allí enfrente. La misma desde la que ahora salen todas esas voces – dijo el hombre indicándole con el dedo mientras ella se giraba.
Recogió su tarjeta, hizo un gesto afirmativo y se dirigió a cruzar el pasillo. Él no dejó de mirarla ni un segundo y cuando ella iba desapareciendo de su vista no podía imaginar que su vida estaba a punto de cambiar radicalmente, de nuevo.
-          Mañana tendrá su regalo de Navidad junto al árbol, - dijo él elevando ligeramente la voz - No se olvide de venir a buscarlo.
-          - ¿Cómo? - contestó Virginia nuevamente sorprendida aunque sin girarse.
-          Sí, es nuestro obsequio de navidad para todos nuestros clientes- volvió a decir él casi gritando y alargando el cuello para no perderla de vista.
-          De acuerdo, gracias – contestó ella.
Ya, lejos de la vista de aquel hombre, no pudo evitar una sonrisa. Aquello le resultaba nuevo, completamente nuevo después de tanto tiempo. La gente se empeñaba en mostrarse especialmente amable en aquellas fechas, cultivando el propósito de convertirse en buenas personas y de mostrar aquel espíritu navideño que tanta indiferencia le causaba, igual que los excesos que se cometían a costa de aparentar felicidad en la mesa, en las paredes de la casa, en los besos obligados y en las felicitaciones por el nacimiento de un personaje histórico que a ella no le causaba una impresión determinada. No le dio más importancia a aquella reflexión. No valía la pena. En nombre de cualquiera de las religiones se habían cometido tantos excesos y tantos abusos en el mundo que recordarlos todos era prácticamente imposible. El respeto, el amor al prójimo y la caridad podían ser practicadas sin ninguna etiqueta que les diera más valor que el que demuestran las personas mientras viven. Ni Dios ni Jesús habían sido compasivos con ella cuando rogó y rezó durante varios días y varias noches…para nada, sentada junto a una silla de hospital… velando su sueño.
Dejó de pensar en aquello cuando se concentró en buscar su habitación. Allí estaba. Aquel hotel era un tanto peculiar. Había dos plantas pero situadas a una media altura que no requerían de ascensor. Las rampas situadas junto a las escaleras  facilitaban el acceso de maletas o de una silla de ruedas. Ajustó la tarjeta  en la ranura de la puerta y ésta se abrió. La volvió a introducir para que se encendiera la luz y por fin, después de unas horas, dentro de aquellas cuatro paredes respiró profundamente. Olía bien, a limpio, y la temperatura era más que agradable. Allí sintió el refugio que llevaba necesitando desde la noche anterior en la que, impulsada por una energía que todavía no sabía de dónde había llegado, la había hecho volver.
Abrió su equipaje y colgó algunas cosas en las perchas del armario. Sacó el par de sándwiches que había comprado en el mismo aeropuerto y una botella de vino. Por suerte, algunas tiendas todavía permanecían abiertas cuando su avión había aterrizado, aunque las caras de sus empleados denotaban el hastío lógico de estar allí todavía, en lugar de con sus familias. Sabía que aquella noche era casi imposible conseguir reserva en ningún sitio y las calles permanecían desiertas desde muy temprano. Miró la botella y cerró los ojos fastidiada. No había caído en la cuenta de que sería imposible abrirla. Además, también tendría que pedir una copa en recepción, pero entonces delataría su mentira. Entonces recordó de nuevo al recepcionista y su cerebro recibió un flash que la inquietó. Aquella cara…aquella sonrisa…no podía ser. Volvió a dejar la botella encima de la cama y se acercó hasta el mueble bar que había debajo de la televisión. Suspiró aliviada cuando comprobó que había un sacacorchos junto a las pequeñas botellas de licor y vino.
Más relajada, Se dirigió al baño para darse una ducha. Sus planes más inmediatos serían comerse aquellos bocadillos, que iban a ser su cena, beberse la botella entera de vino en el vaso que había dispuesto en el aseo para enjuagarse los dientes y pasear por algunas de las calles que tanto le gustaban de pequeña.

Hans permanecía en su puesto, pensativo. Aquella Navidad le había tocado trabajar casi todos los días, pero estaba acostumbrado. Desde la llegada de aquella mujer se sentía algo confuso, no sabía qué hacer. Creía saber quien era, a no ser que hubiera dos mujeres que se llamaran igual, cosa que era poco probable, a juzgar por su nombre y sus apellidos: Virginia Müller de la Cuesta. Y lo sabía porque se había registrado con los dos apellidos. Allí, como en tantos otros sitios, la mujer adoptaba el apellido de su marido cuando se casaba, y perdía el suyo de soltera. Buscar alguien en Alemania que se llamara Müller era igual que buscar un García en España. Así que no podía ser otra. Sentía unas ganas irrefrenables de llamarla a su habitación pero cada vez que su mano se acercaba hasta el aparato de teléfono, ésta temblaba. Parecía absurdo tener miedo de decirle quien era él pero no era capaz de marcar el número. Daba vueltas en su cabeza buscando la razón de aquella aparición después de tantos años, y además sola. No había reparado en sus dedos y eso le dio rabia. Una alianza hubiera sido la señal de que estaba casada. Pero ¿qué hacía una mujer sola, en una ciudad que ya no era la suya, hospedándose en un hotel en aquellas fechas? Por un momento pensó que quizás su familia se habría ido a vivir mucho más cerca de lo que imaginaba, a cualquier lugar próximo a su propia casa, pero inmediatamente desechó aquella idea de su cabeza. Estaba seguro de que ella lo habría vuelto a buscar o que habrían coincidido en alguna parte más tarde o más temprano. Necesitaba creerlo. Por su acento, podía reconocer que llevaba mucho tiempo fuera de allí, y su castellano no era enteramente occidental, pero no podía distinguir de dónde concretamente. Su turno finalizaba justo después de las doce, en el momento de la celebración de la misa del gallo en la que, como cada año, se conmemoraba el nacimiento del Mesías. En aquel instante pensó que, de algún modo, era como si él también tuviera que celebrar un nuevo nacimiento, el de su propia esperanza. Durante mucho tiempo esperó inútilmente que fuera ella la que diera señales de vida, alguna pista de dónde se  encontraba, pero la espera había dejado tras de sí una tristeza que fue enterrándose con los años. Había conocido otras chicas, había tenido más novias, había estudiado dirección hotelera y había vivido fuera del país, en España concretamente, durante algunos años, donde había podido perfeccionar el idioma. Tuvo la oportunidad de quedarse a trabajar en Barcelona ocupando un puesto muy importante en una cadena hotelera, pero el recuerdo de Virginia siempre estaba allí, dentro de su cabeza traicionándolo una y otra vez, arrastrándolo inexplicablemente a su recuerdo con la esperanza de verla aparecer de nuevo algún día. Durante algunos años, después de su vuelta, vivió esperanzado lo que al principio imaginó que iba a ser el final de aquella agonía de adolescente que se había quedado enquistada en su corazón. Había conocido a la que más tarde sería su mujer, y se casó, aunque no tuvo hijos. Deseó tenerlos para poder dedicarles todo su tiempo, pero no fue así. Aquella relación también acabó y Hans llegó a odiar a Virginia, a la que sin querer hacía culpable de todos sus fracasos.
Miró su reloj con impaciencia y vio que todavía le quedaban algunas horas de trabajo. Si volvía a bajar, tal y como le había dicho, tendría una nueva oportunidad de cruzar algunas frases con ella. La reserva estaba hecha para una semana, lo había vuelto a mirar en el ordenador para asegurarse mientras los latidos de su corazón se hacían más intensos. En ellos se mezclaban la rabia y el nerviosismo. Pensó con mucha determinación que justo antes de finalizar el año tenía que conseguir conocer más la vida de aquella mujer, y empezó a trazar un plan.

Ella salió de la ducha, más relajada, y todavía con la toalla envuelta en el cuerpo, se sentó sobre la cama y encendió la televisión. Casi todos los programas hablaban de lo mismo: la celebración de la Navidad, la compra masiva de los regalos, las comidas típicas que la mayoría de familias iban a cenar aquella noche en paz y armonía, al tiempo que se entonaban de fondo las canciones habituales de aquella noche…”Stille Nacht! Gottes Shon, o wie lacht”…De pronto, agarrada al mando del aparato y mirando muy fijamente a la pantalla, se sorprendió cantando casi en un susurro aquellas letras. Las recordaba…aunque solo había sido un acto reflejo, como quien repite una frase aprendida en una misa sin saber muy bien qué significa, así que volvió a apagarla y se dispuso a cenar allí mismo, sin ni siquiera vestirse. Pensaba echarse a dormir en cuanto se bebiera la botella de vino. No le iba a quedar otro remedio, se dijo para sí sonriendo. La idea de salir a pasear la tentaba, porque era precisamente el momento en el que iba a encontrarse con menos gente, así que lo valoraría más tarde. La noche no le asustaba, al contrario, le gustaba para pensar y era el momento del día en el que se sentía más creativa, más perceptiva para poner en orden sus ideas y las de todos sus personajes, a los que había mantenido congelados dentro de sus propias escenas durante el resto de la jornada, mientras ella pensaba qué hacer con ellos. Imaginaba que era algo que le pasaba al resto de los escritores, pero no estaba muy segura. Eran dueños de las vidas de sus personajes solo en aquellos momentos en los que los mantenían en un fotograma, a la espera de un solo movimiento con el que, de pronto, tomaban vida nuevamente en el papel y escapaban a la voluntad, rebeldes en una historia inventada, de quien los había creado. Ella se dejaba llevar por sus ideas, por sus deseos, los de ellos. Le gustaba sentirse cómplice y a la vez ajena a lo que les iba ocurriendo, sorprendiéndose una y otra vez del resultado final del tecleo de sus dedos frente al ordenador. Hasta el momento no había conseguido saber cómo acabaría ninguna de sus novelas cuando había empezado a escribirlas, y era una sensación que luchaba entre el entusiasmo y la angustia. Mantenía el hilo de una historia que de pronto podía dar un giro inesperado y más tarde, convertirse en otra distinta que la trasladaba hasta nuevos personajes. Era divertido, y lo que al principio se había tomado como un hobbie, alentada por algunos amigos que habían leído algunas de sus entradas en su blog, se empezaba a convertir en una forma de vida. Todavía no le daba para vivir, y lo compaginaba con sus clases de pilates, pero le permitía evadirse de lo que la rodeaba y de lo que llevaba atormentándola desde su adolescencia. Aquel tormento se incrementaba a medida que se acercaban aquellas fechas tan oscuras: La Navidad.
, había pensado en más de una ocasión cuando tuvo que enfrentarse a sus primeras presentaciones. se había repetido una y otra vez mientras luchaba por no morderse las uñas y observaba muerta de miedo cómo aquellas salas se iban llenando muy a su pesar. Firmaba libros, sonreía cortésmente a aquellos que se acercaban hasta su mesa, halagando la realidad con la que describía los sentimientos en sus novelas. Los había que conocían perfectamente toda su obra, pero ella seguía sintiéndose sola entre toda aquella gente. En realidad nunca había querido ser famosa ni nada estaba más lejos de su propósito, pero se debía al protocolo y éste exigía una sonrisa incombustible durante las horas que permanecía delante de su público. Había adiestrado su mente para poder hacer las dos cosas a la vez: sonreír ajena a lo que le dijeran mientras contestaba con algunas frases que no la comprometían. En aquellos momentos, y como mecanismo de defensa, se recluía en aquellas expresiones que habían llamado tanto su atención mientras buscaba el término más adecuado para expresar algunos de los sentimientos de sus personajes: Su vida, al igual que la de algunos de sus protagonistas, era un verdadero caos controlado, sus sensaciones habían sido en muchos momentos como las de un muerto viviente, su vida estaba marcada por la mala suerte, aunque ella parecía haberse convertido, desde hacía algún tiempo, en un valor seguro. Oximoron. Así se llamaban aquellas expresiones con las que jugaba constantemente. Era como un vicio. Sus manuscritos habían sido para ella como la comida que su alma necesitaba, nada más…y nada menos, pero su agente literario había creído en ella desde el principio y la apuesta de la editorial, con la que había firmado una exclusiva que la iba a obligar a escribir durante varias horas al día como rutina, pensaba en ella y en todos los detalles necesarios para cada una de las campañas.
Ya se había bebido casi media botella de aquel vino que le estaba pareciendo más sabroso a cada sorbo, y se había comido los sándwiches. Se había quedado dormida pensando en lo caprichosa que podía ser la vida. Incorporado a su sueño escuchó el timbre de un teléfono que llamaba y llamaba sin parar. Se sobresaltó y trató de alcanzarlo desde la cama pero cuando llegó al auricular  y descolgó, éste solo emitía el sonido de la línea. Miró su reloj. Se había quedado dormida casi dos horas. El cansancio y el vino habían sido los culpables, se dijo para sí. De refilón le había dado tiempo de ver reflejado el número de su interlocutor. Repasó con la vista el listín que tenía encima de la mesilla de noche y pudo comprobar que la llamaban desde recepción. Se extrañó, y durante unos segundos dudó en marcar de nuevo aquel número para averiguar de qué se trataba. No había hecho ningún encargo ni esperaba llamada alguna. Volvió a descolgar y al otro lado se escuchó la voz del hombre que la había atendido en la recepción:
-          Buenas noches.
-          Buenas noches -  dijo en un tono que hasta a ella misma le pareció demasiado solemne- creo que he recibido hace un momento una llamada desde aquí.
-          Es cierto, disculpe - contestó Hans-  Tenía que avisar a otro huésped y sin querer he marcado el número de su habitación – mintió.
-          Ah, vale.
-          ¿Todo está a su gusto?
-          ¿Perdón? – contestó Virginia sorprendida ante aquella pregunta.
Se hizo un silencio que ella misma volvió a romper.
-          Sí, gracias. Todo está bien.
-          De acuerdo. Reitero mis disculpas si la he molestado con mi torpeza.
-          No hay problema. Buenas noches.
-          Buenas noches.
Virginia colgó el teléfono y se quedó mirándolo como si con ello tratara de averiguar a cuento de qué venía tanta hospitalidad. No es que los encargados de la recepción fueran antipáticos habitualmente, pero aquel tratamiento le había parecido excesivo. Chasqueó la lengua con el paladar. Al fin y al cabo había sido una simple equivocación y no había que darle más importancia, pensó.
Entonces decidió vestirse y dar un paseo. Aquel rato de descanso inesperado la había despejado y lo último que le apetecía era meterse en la cama y ver la televisión. Había traído, como era costumbre en ella, un par de libros para leer durante aquella semana, pero prefería enfrentarse al frío de la Nochebuena.
Hans había colgado preso de los nervios, por fin se había decidido a llamarla sin levantar sospechas. Se sintió contento al comprobar seguía en su habitación. Había tenido que ausentarse durante un rato de la recepción y temía que ella se hubiera marchado sin poder saber a dónde. Estaba dispuesto a seguirla en cuanto la viera salir, y le había pedido el favor a uno de sus compañeros para que se quedara un rato más de lo previsto si, tal y como le había dicho, salía a cenar fuera. Miró su reloj y le pareció extraño. Aquellas no eran horas de cenar ni en Nochebuena ni en ningún día del año, y menos en aquel país, que se preciaba de reunir en la mesa a cenar  a las familias a una hora en la que otros países, como España por ejemplo, daban de merendar a los niños. Se sonrió al recordar que al principio le había costado un poco,  y aquellos horarios le parecían excesivos, pero el clima mediterráneo en el que había vivido y disfrutado de unos buenos años, permitía la relación de la gente en la calle hasta altas horas de la noche, sobretodo en la primavera y el verano. Se planchó la solapa del traje con las manos y se dispuso a esperar pacientemente. Ella le había mentido, estaba convencido de ello, pero se preguntaba qué habría venido a hacer, y más en aquellas fechas. No le dio más vueltas porque todavía tenía que dar por finalizada su jornada laboral y, para ello, dejar toda la documentación en orden para su compañero.
Eran más de las once y media de la noche y hacía frío, mucho frío. Había pedido un taxi desde la habitación y éste la esperaba en la puerta del hotel, tal y como habían quedado hacía quince minutos. Se sintió satisfecha. No había tenido problemas para comunicarse con el hombre y darle las instrucciones precisas en alemán. El taxista la había dejado a tres manzanas de su destino. Pagó la carrera y éste la miró extrañado. Allí no la esperaba nadie, a juzgar por la soledad de la calle y el rumbo que tomó ella al pagarle. Le había pedido que la esperara, que no tardaría mucho en volver. El hombre parecía desconfiar de su palabra pero no se cuestionó nada más y volvió a subir la ventanilla del coche mientras el motor de éste se apagaba. Ella se abrazó a su abrigo intentando conservar el calor que desprendía su cuerpo y se ajustó la boina que se había comprado para la ocasión. Tomó el había sido durante muchos años el camino de la escuela.
Ya no recordaba la crudeza de aquel país en pleno invierno, pero recordaba perfectamente aquel lugar, del que se había visto obligada a marchar sin saber por qué al principio, hacía ya muchos años, quizás demasiados. Sus pensamientos estaban en algún rincón de su pasado y sus pasos, tranquilos y silenciosos sobre la nieve pisada, la llevaban hasta la que había sido su casa. Cuando su vista alcanzó a ver el tejado y, poco a poco, iban apareciendo aquellas paredes que todavía conservaban su color original, desgastado por el tiempo, se paró en seco. Su aliento blanco y espeso delataba una respiración que iba cada vez más deprisa. Entonces miró hacia el cielo, contuvo el aire en sus pulmones y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos sin que ella hiciera nada por evitarlo. Necesitaba llorar. Lo había necesitado siempre desde entonces. Y lo había hecho demasiadas pocas veces. La casa seguía igual y eso la había impactado mucho más de lo que nunca se hubiera imaginado. Creía borradas de su mente aquellas paredes altas de ladrillo blanco, aquel jardín en el que había celebrado tantos cumpleaños con sus amigas, aquella vaya bajita pintada con una y otra capa de barniz cada vez que volvía la primavera, junto a su padre, sintiéndose orgullosa de ayudarlo mientras él disimulaba su propia alegría. En eso había sido todo un experto, se lamentó para sí. Era alemán y hacía gala de algunos de los tópicos que los caracterizaban. Todo seguía igual…todo menos ella, que se había convertido en una mujer a la que muchos creían triunfadora. Sólo ella sabía que eso no era verdad. Con la vista velada por el llanto desconsolado que se negaba a parar, quiso mirar en el interior de aquella vivienda y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para distinguir lo que había dentro. Primero unas luces, después unas siluetas que se movían parsimoniosamente en el que todavía seguía siendo el salón de su antigua casa. Botellas y copas sobre la mesa. Algunas de sus risas llegaban hasta sus oídos en el silencio de la noche. Deseó sumarse a ellas y a aquellos desconocidos para explicarles que un día había sido feliz allí, ajena a su propio destino, y que una noche como aquella, en Nochebuena, su corazón se había roto en mil pedazos, lejos de allí.
Inmóvil, observando a aquella gente sin disimulo sintió a sus espaldas la sensación de ser observada. Se giró y escuchó un ruido que la sobresaltó, pero no había nadie. Sintió un escalofrío que la hizo agarrarse a su abrigo aún más, aquellos minutos a la intemperie la estaban dejando congelada. Giró sobre sus pasos y se dirigió a su antiguo colegio. Estaba a apenas doscientos metros del lugar desde el que se encontraba. Una gruesa capa de nieve lo cubría. Estaba igual que siempre, alzado sobre una colina que le confería un aire de grandeza que a ella siempre le había gustado mucho. A la derecha el gimnasio, en el que había participado con sus compañeros de aquellas tardes de juego y deporte en las que el clima no permitía jugar fuera. Se fue acercando poco a poco, disfrutando de cada paso y recordando los miles que había dado en aquella dirección. Se sentía más calmada. Subió las escaleras que daban a la puerta principal y palpó algunos de los dibujos que se asomaban por las ventanas. Todos con motivos navideños, como era lógico. Un gran “Nikolaus Mann” le daba la bienvenida saludándola desde dentro de la escuela con su saco lleno todavía de regalos y una sonrisa que parecía estar invitándola a pasar. Los colegios allí, tal y como ella los recordaba, no tenían vayas que impidieran su paso hasta la misma puerta y a la hora del patio los niños salían a jugar sin que nada les negara escaparse si así lo deseaban. Pero ninguno lo hacía. Las ventanas y las puertas eran de cristal completamente transparente y tan solo en algunas ocasiones éstas eran adornadas con ligeras cortinas que solo alcanzaban media altura. ¡Igual que en Portugal! Se le escapó decir en voz alta soltando una contenida carcajada.  La primera vez que había ido a un colegio portugués tuvo la sensación de haberse metido en una jaula. Y eso la entristeció. Sin embargo, en aquel mismo instante, recordó el sabor y el olor a jengibre y canela de aquellas ricas galletas que había aprendido a hacer con su madre para aquellas fechas. Los alemanes aprovechaban cualquier excusa para hacer pasteles o galletas. Eran auténticos expertos. Hizo una mueca y se obligó a olvidarlo. No podía seguir allí. El frío la estaba matando y empezaba a no sentirse los dedos de los pies. pensó mientras se disponía a bajar de nuevo los escalones y se dirigía, a través de una de las calles, hasta donde la esperaba el taxista para llevarla de nuevo al hotel. Miró su reloj y vio que eran casi la una de la madrugada.  Por suerte no había encontrado a nadie, o eso creía ella, aunque a aquellas horas era del todo improbable.
Él llevaba observándola un buen rato escondido detrás de un abeto. Durante unos minutos la siguió en su coche, imitando el camino que tomaba el taxi. Inmediatamente supo a dónde se dirigían. Ya no le cabía la menor duda de quien era. Ahora solo había que saber por qué. El por qué de algunas cosas. Aparcó a la entrada del pueblo. No quería levantar sospechas y a aquellas horas no había ni un alma en la calle. Se dirigió por otras, alternativas hasta su casa, que conocía perfectamente y se mantuvo inmóvil hasta que ella llegó. Contuvo el aliento todo lo que pudo y respiraba por debajo de su bufanda para evitar aquellas ráfagas de aire que casi se solidificaban al salir por la boca o por la nariz. Hacía un frío que calaba los huesos. La vio llegar. Y la vio llorar. Y se sintió avergonzado por ser el espectador de una escena tan íntima, en la que su protagonista se había sentido ajena a cualquier mirada. Pero necesitaba alguna información que le ayudara a comprender, aunque su propósito era claro: antes de una semana hablaría con ella y le confesaría quien era. Era la oportunidad que llevaba esperando muchos años. La vio marcharse y se estremeció cuando pudo ver su cara, iluminada a través de la luz de una de las farolas, extenuada. En ella estaban grabados el dolor y el vencimiento. Casi se le saltaron las lágrimas.
Virginia llegó al hotel, se cambió nuevamente de ropa y se metió en la cama disfrutando de aquella rica temperatura que alcanzó en pocos minutos su cuerpo bajo su funda nórdica. Soñó con las galletas, con la llegada de la navidad y todos sus preparativos en casa con sus padres, con los gritos de sus hermanos que siendo mayores que ella la mimaban como si fuera un juguete, con su casa…su casa. 
PepaFraile 2013

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