29 ene 2013


Velas de Adviento (3era parte)


Ella se acercó hasta la puerta que le había indicado. Entró despacio. El dormitorio le parecía una de las estancias más privadas de cualquier casa. Era como entrar en la intimidad de las personas. O al menos así lo entendía ella. Ésta era igual que la casa, amplia y desprovista de muebles recargados o adornos innecesarios. Pintada de un color claro mostraba una gran cama al frente, sobre la que colgaba en la pared una lámina gigante de uno de los que también era sus pintores favoritos: Kandinsky. Un armario con las puertas de espejo y una cómoda. Eso era todo. Vio la percha y se dirigió hasta ella. Colgó su abrigo y su bolso y fue a buscarlo a la cocina. Desde el pasillo ya llegaba hasta su nariz aquel olor tan característico. No era lo que más le gustaba pero decidió aceptarlo. Brindaron por ellos y tomaron un primer trago. Hans cogió la copa de ella y la dejó sobre la encimera. Después dejó también la suya sin dejar de mirarla muy fijamente a los ojos. Ella se quedó inmóvil. Imaginaba lo que venía después, y sintió un escalofrío en todo su cuerpo al ver que él se acercaba de nuevo. Después de sellar sus labios todo fue muy deprisa. Se quitaron parte de la ropa el uno al otro, con pasión, con prisa, como si el tiempo corriera en su contra, regalándose todos los besos y las caricias que les habían quedado pendientes en su adolescencia. La tensión iba creciendo. No se dijeron ni una sola palabra más. Tomaron un último sorbo de aquella bebida dulce y caliente,  y se dirigieron de nuevo hasta el dormitorio. Hicieron el amor, reconociendo, palpando y besando cada parte de sus cuerpos y recordando que alguna vez se habían sentido tan cerca como en aquel momento. Para ellos aquella era su primera vez, la que nunca había llegado hasta entonces. Más tarde, se arroparon y se quedaron dormidos. Virginia se despertó y sintió una pequeña punzada en su corazón. No quería enamorarse. No quería rescatar nada que perteneciera a su pasado. Lo miró a él, dormido plácidamente junto a ella, estrechándola entre sus brazos y sintió pena. En pocos días todo habría pasado e ella volvería a su trabajo, a su escritura, a su rutina, tan previsible, tan anodina…quiso revelarse contra aquellos pensamientos, pero se quedó dormida nuevamente, escuchando el sonido de su respiración, apacible, suave, relajante.
La luz entraba por la ventana de la habitación cuando Virginia se dio la vuelta tratándola de esquivar. Tenía sueño pero abrió los ojos buscando a Hans en la cama. No estaba. Se incorporó y escuchó ruido en la cocina. Le dolía un poco la cabeza. No estaba acostumbrada a beber y aquella copa de ponche, tan dulce, mezclada con la generosa cantidad de vino que había bebido en la cena, le habían hecho su efecto. Se sentía extraña…y apurada. Ahora llegaba aquello de “el dia después”, cuando tendrían que mirarse a la cara como si tal cosa, cuando apenas hacía unas horas se habían revolcado en aquella misma cama. No era, lo que se dijera, demasiado promíscua, ni demasiado ni nada más lejos de la realidad, y se sentía torpe. No sabía cómo reaccionaría al verlo de nuevo, pero no le dio tiempo a pensarlo. Lo vio asomarse por la puerta y se tapó en un gesto reflejo que, un segundo más tarde, le pareció de lo más ridículo.
-          Buenos días – dijo Hans acercándose hasta ella dándole un beso en los labios.
Su rostro reflejaba naturalidad. Como si aquello que había pasado entre ellos fuera la cosa más normal del mundo. Como si llevaran juntos mucho más tiempo y no poco más de doce horas, como era en realidad.
-          Buenos días – contestó Virginia todavía sin reaccionar.
-          He preparado algo para desayunar. Como no sé lo que te gusta, un poco de todo.
-          Eres muy amable. Si no te importa, primero iré al baño.
-          Vaya, eso de amable me ha sonado a auténtico cumplido. Me esperaba otra cosa.
-          ¿Otra cosa? Es que no sé muy bien qué decir. No pienses que esto que pasó ayer me pasa muy a menudo.
-          Imagino, y te entiendo, creo que a  mí me pasaría algo similar.
-          ¿Cómo? – contestó Virginia con cara de pocos amigos.
Él ya estaba de pie, mirándola, cuando sintió que sus palabras podían haberla herido.
-          No, no, no – dijo de nuevo acercándose hasta ella – a lo que me refiero es que cuando viajo no suelo tener “affairs” con las recepcionistas de los hoteles en los que me hospedo. Nada más. Sólo quería decir eso.
Tan pronto como aquellas palabras estuvieron en los oídos de Virginia, él quiso que se lo tragara la tierra. Aquello de “affair” le había sonado tan mal que no dudó en rectificar.
-          Y que conste que lo nuestro no es un “affair”. No pienses en ningún momento que me lo he tomado así.
Virginia no pronunciaba palabra. En el fondo le divertía verlo tan apurado. De manera que calló hasta ver a dónde podía ir a parar con una nueva frase.
-          Lo nuestro ha sido retomar una bonita historia de amor, truncada por unos hechos…bueno truncada. Me gustaría que nos siguiéramos viendo.
-          Ya nos estamos viendo ¿no? – apuntó ella en un tono más bien irónico.
-          Sí, sí, pero me refiero…
Antes de que él pudiera terminar su frase ella le tapó los labios con sus dedos y se aproximó hasta él para besarlo después. No se lo podía creer, estaba tomando la iniciativa, y lo que parecía que iba a ser un desayuno se convirtió en pocos minutos en una nueva tentativa de “affair”. Tumbados en la cama, después de haberse regalado nuevamente toda la pasión que tenían acumulada, Virginia decidió que había llegado el momento de hablar. Él se merecía conocer la verdad.
-          Verás – comenzó – no lo supe hasta unos años más tarde, cuando mi padre cayó enfermo y antes de morir quiso explicarme qué había sucedido aquel día.
-          ¿Qué es lo que no supiste? – preguntó él mientras se giraba hacia ella en la cama y ponía toda su atención.
-          Mis padres parecían un matrimonio feliz. Normal, diría yo. Mi padre salía a trabajar cada mañana mientras mi madre se ocupaba de la casa, de la compra, de nosotros. Algo que me parecía normal de toda la vida. Ella había logrado integrarse en la sociedad alemana pero el idioma le impidió durante todos aquellos años realizar el trabajo al que se había dedicado mientras vivió en España.
-          ¿Y cual era su trabajo?
-          Era correctora en una editorial, y hacerlo desde aquí le resultaba muy difícil. No había las posibilidades que hay hoy en día con los ordenadores y todo eso. Así que renunció a su trabajo y se dedicó a su familia.
-          Tiene que se difícil renunciar a algo cuando te gusta.
-          Imagino. El caso es que yo los veía normal, y lo normal era que se hablaran lo justo. Casi nada. Pero no había peleas, ni gritos, ni nada por el estilo.
Hans asentía con la cabeza interesándose por aquella historia que le iba a desvelar las respuestas que tantos años había imaginado en su cabeza, sin conocer las verdaderas.
-          Mi madre mantuvo durante algún tiempo una historia amorosa con otro hombre, vamos, un “affair” como tú dices, solo que éste ya duraba mucho más de lo normal.
-          Entiendo.
-          Mi padre lo sabía, según me contó, pero no quiso decirle nada, con la esperanza de que aquello se acabara de un momento a otro. Él conocía su añoranza por España, por su clima, por la calidez de su gente, en fin, que hubiera querido volver, pero el trabajo y nosotros estábamos aquí.
-          Ya, es que en España se vive muy bien – apostilló Hans por decir algo.
-          Un día, mi padre volvió a casa, pálido, amarillo y con una expresión muy extraña en su rostro. Se acababa de enterar de quién era el amante de mi madre.
-          ¿Alguien que quizás él conocía?
-          Sí, un compañero suyo de trabajo con el que habíamos compartido muchísimas barbacoas, con él, con su mujer y con sus hijos. Estábamos a mitad de octubre, a finales del primer trimestre escolar.
-          Sí, recuerdo aquellas fechas.
-          Entraron en la habitación para hablar, pensando que no les oiríamos, pero los gritos llegaban hasta la calle. Yo me moría de la vergüenza, me tapé los oídos hasta el punto de dolerme la cabeza. Mis hermanos no estaban en casa. Eran algo mayores que yo, y ya tenían permiso para volver casi a la hora que les diera la gana. Volvieron a salir de la habitación, cada uno por su lado, callados, como si la historia no fuera con ellos y ninguno quiso explicarme qué estaba pasando. En aquel momento mi padre ya había tomado la decisión. En una semana como mucho nos marcharíamos de allí, todos, incluida mi madre, con destino a Portugal.
-          ¿Portugal? ¿Y qué había en Portugal? – preguntó extrañado Hans.
-          Una sucursal de la misma empresa en la que él trabajaba, al sur, cerca de Lisboa. Le habían hecho varias ofertas durante los últimos años, pero él siempre las declinaba pensando en nosotros y en mi madre. Sabía que ella no quería un nuevo traslado. Y al final supo por qué. Aquella tarde había dado un sí rotundo y definitivo y su incorporación iba a ser inmediata. Le ofrecían vivienda, colegio para nosotros y todo lo que necesitáramos hasta sentirnos cómodamente instalados. Y no nos dijeron nada. En unos días nos íbamos. Él se encargó de avisar en el colegio y de todo el papeleo. A mis hermanos y a mí nos  comunicaron con cuarenta y ocho horas de antelación que nos íbamos a otro país, como el que se va de excursión un domingo. Ninguno nos lo podíamos creer, pero era cierto. Él trató de explicarnos que de otro modo lo echarían del trabajo y que esa era la razón de tantas prisas. Nos lo tuvimos que creer.
-          Pero si podía haber ido él solo y más tarde vosotros.
-     Sí, eso le dijimos, pero su argumento fue que la casa en la que vivíamos, que era alquilada, la ocuparían en menos de quince días otra familia y que no daba tiempo de buscar otra. Y nos lo creímos, como tontos. Los propietarios eran la misma empresa para la que iba a trabajar en Portugal, y no tuvimos otro remedio que conformarnos. Allí, en nuestro nuevo destino, ya teníamos donde vivir, los jefes lo habían solucionado todo. Mi madre se mantuvo al margen durante toda aquella explicación, durante aquellos días de trasiego y prisas por embalar toda una vida y durante el resto de su vida, aunque ésta iba a ser más corta de lo que nadie se imaginaba.
-          ¿Cayó enferma? No me extraña. Si puedo dar mi opinión, la decisión de tu padre me pareció bastante cruel. Si ya no se querían podían haberse divorciado, como hace la gente normal.
-          Sí, pero él la quería mucho, hasta la enfermedad diría yo. Era una mujer muy guapa, muy alegre, muy activa. Él entendió que su amor tenía que traspasar aquel engaño y que yéndonos lejos todo cambiaría. Ella se vio entre la espada y la pared. Le pidió el divorcio cuando él le planteó aquel viaje, y ahí salió todo a relucir. Mi padre le dijo que lo sabía todo y ella lo confesó. El le dejó bien claro que durante todo el tiempo que durara el proceso de divorcio no le pasaría ni un marco, y que por lo tanto tendría que ingeniárselas sola para vivir. Éramos cuatro personas dependientes de su sueldo. Así eran las cosas…aunque no creas que tampoco han cambiado tanto desde entonces. Todavía hay muchas mujeres que no tendrían dónde caerse muertas, ellas y sus hijos.
-          Estoy de acuerdo contigo. Todos tendríamos que sentirnos igualmente obligados a trabajar y a cuidar de nuestros hijos.
-          Por eso hay veces que me alegro de no haber tenido hijos. La verdad es que en muchas ocasiones acaban sufriendo los errores de los padres. Es injusto.
-          ¿Y que tal allí?
-          Mal. Llevábamos viviendo algo más de dos meses. La casa estaba bien y nosotros habíamos hecho un proceso de adaptación meteórico, con el curso empezado y todo. A mis hermanos les costó un poco más que a mí. En la escuela todos fueron muy agradables desde el principio.
En ese instante Virginia dejó de hablar unos segundos. Sentía un nudo en la garganta que cada vez se hacía más grande y que le impedía avanzar en aquella confesión que, por primera vez, le explicaba a alguien tan cercano y tan lejano a la vez. Hans notó un ligero temblor en sus labios, y trató de consolarla.
-          ¿Estás bien? Si no me lo quieres contar no pasa nada. Ya sé por qué tuviste que marcharte de aquella manera. No necesito saber nada más, de verdad.
-          Pero yo quiero explicártelo – le contestó ella con lágrimas en los ojos- han sido muchos años de silencio y de vergüenza.
-          Como quieras. Yo te escucho – dijo Hans abrazándola con fuerza.
-          Estábamos muy cerca de las fechas de Navidad. Nuestras primeras navidades fuera de casa, sin familia cerca, bueno la de mi padre, y él venía del trabajo contento como si aquel cambio de aires le hubiera devuelto la alegría y la tranquilidad. Mi madre en cambio, apenas salía de casa, casi no se arreglaba y todos pensábamos que estaba pasando por una depresión, pero que para aquellas fechas en las que tanto le gustaba adornar la casa, hacer galletas y todo lo demás se le pasaría un poco.
-          Normal.
-          Justo después de la cuarta semana de adviento, antes de Navidad, una tarde, volviendo del colegio, llamé y llamé a la puerta hasta desgastar el timbre para que me abriera. Las luces estaban encendidas, podían verse desde la calle. Y ella no solía salir de casa, y menos de noche. No tenía amigos y las tiendas cerraban temprano, como aquí. Cuando llegó mi padre del trabajo, me encontró hecha un manojo de nervios en la escalera, enroscada en mi abrigo, balanceándome de un lado a otro para no morirme del frío. Me preguntó qué hacía allí y le contesté lo que pasaba. Su gesto cambió radicalmente y casi se le cae la cartera de trabajo al suelo. Sacó las llaves de su chaqueta y abrió la puerta hecho un manojo de nervios. Yo no entendía nada. Lo vi correr escaleras arriba mientras yo iba detrás de él intentando alcanzarlo, pero era imposible. Antes de llegar a su dormitorio, escuché los gritos y me quedé paralizada. No sabía si echar a correr hacia arriba o hacia abajo. Entonces él empezó a gritar su nombre. Subí de tres en tres aquellos escalones en los que mis hermanos y yo hacíamos carreras y ese día habría ganado, te lo seguro.
Una sonrisa agria se dibujó en su rostro. Hans seguía escuchando sin atreverse a intervenir.
-          Cuando entré en el cuarto los vi. Él abrazado a ella como si fuera un niño, llorando como no lo había visto nunca y gritando que cómo había sido capaz de llevar a cabo su amenaza. Ella inerte, con el cuello flácido girado hacia mí, los ojos cerrados y los brazos colgando por detrás de los de mi padre. Mi madre había intentado suicidarse.
Virginia se tapó la cara con las manos y no pudo continuar. Lo había dicho. Por fin lo había dicho. Hans la tomó nuevamente entre sus brazos y trató de consolarla. Aquel contacto con otro ser humano la venció. Lloró y lloró desconsoladamente igual que la había visto llorar aquella noche frente a su casa.
-          Ya está, ya está – le decía él intentando imaginar aquella escena tan trágica desde la mirada de una adolescente.
-          Entonces…- continuó ella entre hipos – corrí hacia ellos golpeando a mi padre, con la única intención de que me dejara estar junto a ella. Pero él se aferraba cada vez más fuerte a su cuerpo, sin que ella reaccionara. Me gritó diciéndome que llamara a una ambulancia. Yo corrí escaleras abajo, sin saber qué tenía que hacer, ni qué tenía que decir. Como pude, llegué hasta la cocina y marqué un número de emergencias que teníamos apuntado en la nevera. En menos de un cuarto de hora se la llevaban al hospital. En la ambulancia íbamos mi padre y yo con ella. Todavía vivía y yo rezaba todo lo que sabía, cruzando mis dedos, rogando que no le pasara  nada. Siempre le decía que quería parecerme a ella y verla de aquella manera era superior a mí. Mientras mi padre respondía torpemente a las preguntas de los médicos, yo la abrazaba y la miraba pidiéndole al oído que se despertara.
De nuevo se quebró su voz. Hans sintió deseos de llorar también. Estaba imaginando su angustia, la pasada y la presente, y no quería saber más, pero ella parecía necesitarlo, y la dejó hablar nuevamente.
-          Me pasé el resto de sus días pegada a ella, en una unidad de cuidados intensivos o algo parecido. Estaba en coma, entubada, con respiración artificial. Aquella máquina la hacía vivir. Los médicos nos aseguraron que en el caso de que despertara no podían asegurarnos los efectos que las pastillas habían causado en su cerebro. Se habían visto afectados el estómago y el hígado, pero desconocían cómo le afectaría toda aquella cantidad de cosas que debió tomar debido a la falta de oxígeno que al parecer había sufrido por unos segundos. ¡Unos segundos! Gritaba yo por dentro. Aquellos segundos podían ser la diferencia entre vivir o morir.
-          Entiendo que finalmente murió – susurró Hans casi sin atreverse a escuchar la respuesta.
-          Sí. Murió el día de la Nochebuena.
Un silencio atronador se instaló entre ellos, que ninguno se atrevía a romper. Ella lloraba sobre su pecho y él trataba de encontrar las palabras adecuadas que dieran fin a aquella angustia. Pero no existían. Aquellas palabras no estaban escritas en ningún diccionario, a pesar de que habían pasado muchos años. Virginia se incorporó de la cama porque casi no podía respirar. El llanto guardado tanto tiempo habían ocupado su garganta y sus fosas nasales. Quería ir al baño a refrescarse un poco. Se giró hacia Hans y le dijo cariñosamente:
-          Menudo “affair” te he resultado ¿no?
-          En absoluto – contestó él emocionado – ahora me explico muchas cosas, y habría preferido que las razones fueran otras muy distintas, pero eso no se puede cambiar.
-          Desde luego. Voy al baño y ahora vuelvo.
-          Está bien – contestó él incorporándose también – ese desayuno que te tenía preparado está esperándonos en la cocina. Voy a calentar un poco de leche. Te espero.
-          De acuerdo – dijo ella antes de cerrar la puerta del aseo.
Virginia volvió al cabo de unos minutos con la cara recién lavada y el gesto ligeramente más tranquilo. Se acercó a él y lo besó en la mejilla. Sentía mucho dolor por todo lo que acababa de confesarle, pero también mucho consuelo por haberle dado una explicación a aquel hombre al que, siendo todavía un joven adolescente, había abandonado sin decir ni adiós. Tras el beso, continuó:
-          Odio la Navidad, ¿lo entiendes no?. Esa noche, la de ayer, me trae siempre un recuerdo maldito que borraría del calendario. Y no es que sea culpa de nadie en concreto, pero desde entonces, no la celebro. Y desde el momento en que pude hacerlo, viajo siempre donde no me conozcan, donde no tenga que estar todo el tiempo felicitando algo que para mí significa cualquier cosa menos felicidad. Mi madre se fue ese día y nunca volvió. No me pude despedir de ella. bueno yo sí, pero ella no pudo hacerlo. Nunca despertó.
-          Quiero ponerme en tu lugar. Es muy triste, pero la vida debe continuar y si había algo que dices que te gustaba de tu madre era la alegría que ella desprendía ¿no? Pues deberías rendir homenaje a su memoria de esa manera. Que muriera en esas fechas fue circunstancial, nada más.
-          Quizás sí. Pero nunca le perdoné a mi padre que no lo hiciera mejor. Solo tenía que dejarla vivir su vida, lejos de él. Ya no se querían como antes, y mi madre habría sido capaz de salir adelante, estoy segura. Fue ella la que lo engañó, pero él se encargó de castigarla hasta la desesperación. Lo supe todo mucho antes de que mi padre me lo contara, antes de morir. Mi madre había escrito una carta, dedicada a mí y a mis hermanos, en la que nos explicaba las razones que la habían conducido a tomar aquella decisión. La encontré algunos días después de su entierro, en un cajón de su mesita de noche, cuando nos disponíamos a vaciar su armario y sus cosas. Reconocía que había cometido un error con nuestro padre, al que alguna vez había amado de verdad, y había intentado salir adelante sola, pero no pudo resistir aquella presión desde que la había descubierto y había tomado la decisión de marchar, por todos. Nos pedía perdón por ser tan cobarde y nos decía que nos quería mucho, que habíamos sido las alegrías de su vida. Entonces yo me preguntaba: ¿por qué no había pedido ayuda? ¿Cómo nos podía querer tanto y dejarnos solos cuando todavía éramos unos niños? Eso no se puede superar, solo se puede maquillar buscando argumentos que te ayuden a entender, pero nunca acabas de entenderlo del todo. Mi padre se sintió culpable de lo ocurrido hasta el punto que le salieron canas de golpe. Nunca quiso volver a vivir aquí, y antes de jubilarse cayó enfermo. Él añadió algunas otras cosas que yo no había sabido por mi madre, por su carta…y entonces le perdoné. Quise hacerlo antes de que muriera. Me juró que la había querido con locura, y que no podía quedarse de brazos cruzados sabiendo lo que sabía. Y tampoco se podía marchar y dejarnos allí, sin poder estar con nosotros. Había sido un buen padre todo aquel tiempo, mientras nos hacíamos mayores, estudiábamos y nos forjábamos un futuro. Yo también le quería…y lo perdoné.
-          ¿Y tus hermanos? – preguntó Hans con el ánimo de aligerar la carga emocional que nuevamente se estaba dibujando en el rostro de Virginia.
-          No supieron nunca de aquella carta. No quise enseñársela. La llevo siempre conmigo, a todas partes. Es lo último que supe de mi madre. Mi hermano mayor vive en Estados Unidos, con su mujer y sus hijos. Hace algunos años que no nos vemos. Es difícil moverse en familia y más cuando no te sobra el dinero. El mediano es profesor de literatura en un instituto en Sevilla. Se fue allí cuando aprobó las oposiciones de maestro. Siempre le gustó España y estudió español. Es una persona poco habladora y, al igual que yo, prefiere perderse en cualquier parte cuando llegan estas fechas.  sigue soltero, y soltero se quedará, al paso que lleva…
Virginia sonrió por primera vez en mucho rato. Parecía divertirle aquello de la soltería de su hermano.
-          Al paso que lleva… ¿qué quieres decir? – preguntó Hans dispuesto a seguir escuchándola.
-          Pues que ya ha pasado de los cuarenta,  cuando hablamos por teléfono me cuenta alguna de sus peripecias y a mí me parece que a éste ya no hay quien lo domestique. Es un espíritu libre.
-          ¿Y a ti? – se atrevió a insinuar Hans, mirándola a los ojos mientras se acercaba a ella.
-          ¿A mi qué? – contestó ella algo sorprendida.
-          Que si a ti hay alguien que te domestique.
Podía esperarse cualquier respuesta. En realidad había sido una desconocida hasta hacía pocas horas, así que respiró hondo asumiendo cualquier respuesta.
-          Hasta la fecha no – contestó ella muy solemne – pero quien sabe. En ocasiones volver la vista atrás resulta muy interesante…
-          Eso creo yo – dijo él antes de acercarse un poco más a ella para darle un beso.
-          No sé cuanto tiempo me queda para vivir la vida que quiero vivir, hacer las cosas que quiero hacer y amar a quien yo quiera amar, pero estoy dispuesta a darme una oportunidad.
-          ¿Y en esa oportunidad yo tengo alguna cosa que hacer?
-          Es posible – contestó Virginia sonriendo – eso sí, tendrías que venir a vivir a Barcelona. Me debo a mis lectores – advirtió divertida. Además, el clima de este país es un asco, si quieres que te sea sincera.
-          Dice un refrán…”no existe el mal clima, solo la gente mal vestida”, o algo así.
-          Sí, es cierto, pero no me convence.
-          De acuerdo. ¿Brindamos por el buen clima?

Como en un sueño escuchó el timbre de un teléfono que llamaba y llamaba sin parar. Se sobresaltó y trató de alcanzarlo desde la cama pero cuando llegó al auricular  y descolgó, éste solo emitía el sonido de la línea. Miró su reloj. Se había quedado dormida. Todavía aturdida se levantó de la cama y miró por la ventana de su habitación. Volvió hasta la mesilla de noche y se quedó mirando el teléfono. Se sentó de nuevo mirando aquel aparato como si pudiera hablarle. Marcó el número de recepción y al otro lado contestó él:
-          Buenas noches.
-          Buenas noches, creo que he recibido hace un momento una llamada desde aquí.
-          Es cierto, disculpe - contestó Hans-  Tenía que avisar a otro huésped y sin querer he marcado el número de su habitación – mintió.
Se hizo un silencio.
-          ¿Todo está a su gusto?
-          ¿Perdón? – contestó Virginia sorprendida ante aquella pregunta- ah sí, gracias. Solo una cosa más…
-          Usted dirá…
-          ¿Su nombre es Hans?
De nuevo el silencio se instauró a ambos lados de la línea.
-          Hans…- no se atrevía a pronunciarlo, pero las palabras escaparon de su boca – Hans Gerber?
-          Sí – sonó rotundo al otro lado.
-          Gracias – dijo finalmente antes de colgar.
En aquel momento ninguno de los dos podía ver el gesto del otro,  pero ambos sonreían en silencio.
Fin...
PepaFraile 2013

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