Algunas de las cosas que me pasan a diario
despiertan en mí reflexiones que, más tarde o más temprano, necesito volcar de
una de las maneras con las que más disfruto para comunicarme con los demás:
escribir. La otra es hablar que, aunque no siempre, es el deporte que más
practico por profesión y por devoción. También tengo que decir que la
edad reposa mis ideas y me deja disfrutar de ellas saboreando preciosos
momentos de silencio que comparto con muy pocas personas y hasta con ninguna.
Total que ayer, hablando con una buena
amiga (ya os lo decía o) a la que admiro y aprecio por su arranque, su talante
currante y su coraje luchador, me decía con una sonrisa que esto que estoy
haciendo yo, lo de escribir novelas, es algo que quedará para la posteridad,
para cuando ya no esté en este mundo. Algo así como un legado que podré dejar a
mis hijas y a la humanidad a modo de "ahí tenéis la herencia de vuestra
madre que un día decidió ofrecerle al mundo sus escritos".
Y eso me hizo pensar. Mucho más de lo que hubiera imaginado hasta el día de ayer. Es que ni siquiera me
lo había planteado. Escribo porque me gusta. Qué digo me gusta, ¡me encanta!
Escribo porque sí, y nunca me había parado a pensar que quizás algún día
alguien tome entre sus manos una de mis novelas y sonría pensando: - Mira, la
novela tal o cual que escribió Pepa Fraile. ¡Qué vértigo!
Ufff, si me paro a pensar en profundidad
lo cierto es que es una cuestión que me sumerge en una especie de espiral
mental al tiempo que satisfacción.
Y es verdad. Independientemente del valor
que representen las mías y las de cualquier persona que, como yo, decidió algún
día dejar este humilde legado, existe el factor trascendente que nadie podrá
poner en duda.
Las
siete verdades de Elena y El
secreto de Amalia son, de momento, las huellas que dejaré algún día, espero
que muy lejano en el tiempo.
PepaFraile 2013